Las huestes del Imperio azteca regresaban de la guerra. Pero no sonaban
ni los teponaxtles ni las caracolas, ni el huéhuetl hacía rebotar sus
percusiones en las calles y en los templos. Tampoco las chirimías
esparcían su aflautado tono en el vasto valle del Anáhuac y sobre el
verdiazul espejeante de los cinco lagos (Chalco, Xochimilco, Texcoco,
Ecatepec y Tzompanco) se reflejaba un menguado ejército en derrota. El
caballero águila, el caballero tigre y el que se decía capitán coyote
traían sus rodelas rotas y los penachos destrozados y las ropas
tremolando al viento en jirones ensangrentados.
Allá en los cúes y en las fortalezas de paso estaban apagados
los braseros y vacíos de tlecáxitl que era el sahumerio ceremonial, los
enormes pebeteros de barro con la horrible figura de Texcatlipoca el
dios cojo de la guerra. Los estandares recogidos y el consejo de los
Yopica que eran los viejos y sabios maestros del arte de la estrategia,
aguardaban ansiosos la llegada de los guerreros para oír de sus propios
labios la explicación de su vergonzosa derrota.
Hacía largo tiempo que un grande y bien armando contingente de
guerreros aztecas había salido en son de conquista a las tierras del
Sur, allá en donde moraban los Ulmecas, los Xicalanca, los Zapotecas y
los Vixtotis a quienes era preciso ungir al ya enorme señorío del
Anáhuac. Dos ciclos lunares habían transcurrido y se pensaba ya en un
asentamiento de conquista, sin embargo ahora regresaban los guerreros
abatidos y llenos de vergüenza.
Durante dos lunas habían luchado con denuedo, sin dar ni pedir
tregua alguna, pero a pesar de su valiente lucha y sus conocimientos de
guerra aprendidos en el Calmecac, que era así llamada la Academia de la
Guerra, volvían diezmados, con las mazas rotas, las macanas desdentadas,
maltrechos los escudos aunque ensangrentados con la sangre de sus
enemigos.
Venía al frente de esta hueste triste y desencantada, un
guerrero azteca que a pesar de las desgarraduras de sus ropas y del
revuelto penacho de plumas multicolores, conservaba su gallardía, su
altivez y el orgullo de su estirpe.
Ocultaban los hombres sus rostros embijados y las mujeres
lloraban y corrían a esconder a sus hijos para que no fueran testigos de
aque retorno deshonroso.
Sólo una mujer no lloraba, atónita miraba con asombro al
bizarro guerrero azteca que con su talante altivo y ojo sereno quería
demostrar que había luchado y perdido en buena lid contra un abrumador
número de hombres de las razas del Sur.
La mujer palideció y su rostro se tornó blanco como el lirio de
los lagos, al sentir la mirada del guerrero azteca que clavó en ella
sus ojos vivaces, oscuros. Y Xochiquétzal, que así se llamaba la mujer y
que quiere decir hermosa flor, sintió que se marchitaba de improviso,
porque aquel guerrero azteca era su amado y le había jurado amor eterno.
Se revolvió furiosa Xichoquétzal para ver con odio profundo al
tlaxcalteca que la había hecho su esposa una semana antes, jurándole y
llenándola de engaños diciéndole que el guerrero azteca, su dulce amado,
había caído muerto en la guerra contra los zapotecas.
–¡Me has mentido, hombre vil y más ponzoñoso que el mismo
Tzompetlácatl, – que así se llama el escorpión-; me has engañado para
poder casarte conmigo. Pero yo no te amo porque siempre lo he amado a él
y él ha regresado y seguiré amándolo para simpre!
Xochiquétzal lanzó mil denuestos contra el falaz tlaxcalteca y
levantando la orla de su huipil echó a correr por la llanura, gimiendo
su intensa desventura de amor.
Su grácil figura se reflejaba sobre las irisadas superficies de
las aguas del gran lago de Texcoco, cuando el guerrero azteca se volvió
para mirarla. Y la vio correr seguida del marido y pudo comprobar que
ella huía despavorida. Entonces apretó con furia el puño de la macana y
separándose de las filas de guerreros humillados se lanzó en seguimiento
de los dos.
Pocos pasos separaban ya a la hermosa Xochiquétzal del marido despreciable cuando les dio alcance el guerrero azteca.
No hubo ningún intercambio de palabras porque toda palabra y
razón sobraba allí. El tlaxcalteca extrajo el venablo que ocultaba bajo
la tilma y el azteca esgrimió su macana dentada, incrustada de dientes
de jaguar y de Coyámetl que así se llamaba al jabalí.
Chocaron el amor y la mentira.
El venablo con erizada punta de pedernal buscaba el pecho del
guerrero y el azteca mandaba furioso golpes de macana en dirección del
cráneo de quien le había robado a su amada haciendo uso de arteras
engañifas.
Y así se fueron yendo, alejándose del valle, cruzando en la más
ruda pelea entre lagunas donde saltaban los ajolotes y las xochócatl
que son las ranitas verdes de las orillas limosas.
Mucho tiempo duró aquél duelo.
El tlaxcalteca defendiendo a su mujer y a su mentira.
El azteca el amor de la mujer a quien amaba y por quien tuvo arrestros para regresar vivo al Anáhuac.
Al fin, ya casi al atardecer, el azteca pudo herir de muerte al
tlaxcalteca quien huyó hacia su país, hacia su tierra tal vez en busca
de ayuda para vengarse del azteca.
El vencedor por el amor y la verdad regresó buscando a su amada Xochiquétzal.
Y la encontró tendida para siempre, muerta a la mitad del
valle, porque una mujer que amó como ella no podía vivir soportando la
pena y la vergüenza de haber sido de otro hombre, cuando en realidad
amaba al dueño de su ser y le había jurado fidelidad eterna.
El guerrero azteca se arrodilló a su lado y lloró con los ojos y
con el alma. Y cortó maravillas y flores de xoxocotzin con las cuales
cubrió el cuerpo inanimado de la hermosa Xochiquétzal. Corono sus sienes
con las fragantes flores de Yoloxóchitl que es la flor del corazón y
trajo un incensario en donde quemó copal. Llegó el zenzontle también
llamado Zenzontletole, porque imita las voces de otros pajarillos y
quiere decir 400 trinos, pues cuatrocientos tonos de cantos dulces lanza
esta avecilla.
Por el cielo en nubarrones cruzó Tlahuelpoch, que es el mensajero de la muerte.
Y cuenta la leyenda que en un momento dado se estremeció la
tierra y el relámpago atronó el espacio y ocurrió un cataclismo del que
no hablaban las tradiciones orales de los Tlachiques que son los viejos
sabios y adivinos, ni los tlacuilos habían inscrito en sus pasmosos
códices. Todo tembló y se anubló la tierra y cayeron piedras de fuego
sobre los cinco lagos, el cielo se hizo tenebroso y las gentes del
Anáhuac se llenaron de pavura.
Al amanecer estaban allí, donde antes era valle, dos montañas
nevadas, una que tenía la forma inconfundible de una mujer recostada
sobre un túmulo de flores blancas y otra alta y elevada adoptando la
figura de un guerrero azteca arrodillado junto a los pies nevados de una
impresionante escultura de hielo.
Las flores de las alturas que llamaban Tepexóchitl por crecer
en las montañas y entre los pinares, junto con el aljófar mañanero,
cubrieron de blanco sudario las faldas de la muerta y pusieron alba
blancura de nieve hermosa en sus senos y en sus muslos y la cubrieron
toda de armiño.
Desde entonces, esos dos volcanes que hoy vigilan el hermoso
valle del Anáhuac, tuvieron por nombres Iztaccíhuatl que quiere decir
mujer dormida y Popocatepetl, que se traduce por montaña que humea, ya
que a veces suele escapar humo del inmenso pebetero.
En cuanto al cobarde engañador tlaxcalteca, según dice también
esta leyenda, fue a morir desorientado muy cerca de su tierra y también
se hizo montaña y se cubrió de nieve y le pusieron por nombre
Poyauteclat, que quiere decir Señor Crepuscular y posteriormente
Citlaltepetl o cerro de la estrella y que desde allá lejos vigila el
sueño eterno de los dos amantes a quienes nunca podrá ya separar.
Eran los tiempos en que se adoraba al dios Coyote y al Dios
Colibrí y en el panteón azteca las montañas eran dioses y recibían
tributos de flores y de cantos, porque de sus faldas escurre el agua que
vivifica y fertiliza los campos.
Durante muchos años y poco antes de la conquista, las doncellas
muertas en amores desdichados o por mal de amor, eran sepultadas en las
faldas de Iztaccíhuatl, de Xochiquétzal, la mujer que murió de pena y
de amor y que hoy yace convertida en nívea montaña de perenne armiño.
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