domingo, 13 de julio de 2014

Nacimiento de tukulunchu


Hace muchos años, cuando los hombres tenían el alma blanca y sencilla, había en la tierra, en verdad, encantos y milagros. Entonces los pájaros hablaban, las serpientes se enamoraban de las doncellas que rompían el conjuro maléfico y en milagro de amor se convertían en jóvenes y príncipes. De aquel lejano entonces es la hermosa como sencilla leyenda maya El Príncipe Tukuluchú.
Hace muchos años, tantos que no se pueden contar, vivía en la sagrada ciudad de Chinkultic un príncipe hermoso y gran guerrero llamado Tukuluchú.
El príncipe Tukuluchú tenía los ojos color de cobre y la piel como tierra suave; manejaba el hulché –palo arrojadizo- con tal maestría, que sacerdotes, guerreros y nobles aseguraban que el hijo del rey, el de las manos mágicas y pupilas de águila, era descendiente del dios Sol.
El príncipe Tukuluchú vivía al lado de su padre, en un palacio de amplias cámaras, hermosos patios, altas torres y misteriosos pasajes; pero a pesar de tanta belleza, huía de los encantos de la corte para buscar refugio en el misterio de los bosques, en donde, inmisericorde, clavaba su hulché en los troncos gigantes, en las garzas, y en los venados, en las fieras y en los pájaros, llegando a herir hasta la delicada mariposa y al nervioso colibrí.
Una mañana en que el príncipe Tukuluchú había adiestrado por horas y horas su mano, matando 8indefensos cardenales y guacamayas, sintió deseos de poner a prueba su destreza arrojando el hulché en dirección al cielo.
El príncipe trepó a las rocas más altas y allí, con mano seguro, arrojó su hulché. Como un rayo provocado por los emisarios del agua, así subió velozmente el arma de plumón tornasol hasta llegar a rozar el llameante disco del sol.
Un grito salvaje emitió el príncipe Tukuluchú: ¡Había herido al dios Kin-sol! ¡Su mano era invencible y su hulché mágico.
Del cielo desprendióse el arma trayendo en la punta un pedazo de sol.
Los ojos de águila del príncipe le vieron caer más allá de las montañas, por lo que apresuradamente se desprendió de su traje recargado de oro y pedrería y de sus pendientes de jade para poder correr más ligero. Cuando hubo quedado casi desnudo, ágil como un venado bajó las peñas, echando a correr en dirección a las montañas.
Al pasar cerca de un pantano jaspeado de verde y negro, Kakás, el genio malo, le gritó:
-¿A dónde vas, príncipe Tukuluchú?
-A traer mi hulché que tiene en la punta un pedazo de sol.
-No vayas príncipe Tukuluchú, que el dios Kin te puede matar.
El príncipe, sin hacer caso, siguió su camino y al pasar por el monte Nohochtát, el señor de monte, pequeñito y gordinflón, brincaba ante una ramita encendida; más al ver al príncipe, suspendió su danza para gritarle:
-¿A dónde vas, príncipe Tukuluchú?
-Voy por mi hulché que tiene en la punta un pedacito de Sol.
-No vayas –le dijo- el señor del mal, Kin, puede enojarse y matarte.
El príncipe Tukuluchú siguió corriendo sin detenerse.
Cuando bordeaba un lago, Yunchaac, Señor de las Aguas, le preguntó:
-¿A dónde vas, príncipe Tukuluchú?
-Voy por mi hulché que tiene en la punta un pedazo de Sol.
-No vayas –le aconsejó- vuélvete a tu palacio.
Pero el príncipe, sin hacerle caso, prosiguió su carrera.
Al cruzar la selva, Quchpán, una bella doncella le salió al encuentro, y tratando de detenerlo, le dijo:
-¿A dónde vas, príncipe Tukuluchú?
-Voy por mi hulché que tiene en la punta un pedazo de Sol.
-No vayas –le dijo- vuélvete a tu palacio –e intentó distraerlo con sus encantos; pero el príncipe esquivó sus manos y haciendo más veloz su carrera, huyó.
Al atravesar una intrincada selva, la voz dulce de Yumil Kax, Dueña del Bosque, le dijo:
-Príncipe Tukuluchú, no sigas ese camino. Regrésate. El dios Kin es vengativo y te puede hacer daño.
Mas el príncipe siguió su camino, dejando muy atrás la selva y el monte.
En la encrucijada de un sendero le salió al paso el dios Ik –dios del viento- y caminando delante de él arrancaba de cuajo los árboles, impidiéndole el paso. Mas el príncipe Tukuluchú, obsesionado por la posesión de su hulché, saltaba sobre los troncos caídos, alejándose en dirección a la montaña.
-Ven – oyó que le decían suavemente-. No prosigas, ven a descansar bajo mi sombra. Yo te daré el olvido.
El príncipe, bañado en sudor, sediento y cansado buscó con la mirada a quien le tentaba. En medio del extenso campo se elevaba el frondoso Helel boy –árbol del descanso- cuya sombra refrescante era tentadora.
El príncipe Tukuluchú estuvo tentado a refugiar su descanso bajo esa sombra acogedora; pero al descubrir, allá, junto al añil de la montaña su hulché en cuya punta resplandecía como el oro un pedazo de Sol, apresuró su carrera:
-¡Deténte! Oyó que le decían imperiosamente.
-No toques eso- le gritaron más fuerte.
Pero el príncipe, ansioso de poseer su hulché, extendió la mano para tomarlo cuando un poderoso remolino se apoderó de él, aprisionándolo entre sus corrientes y elevándolo tan alto que la tierra semejaba un puntito negro.
Por horas y horas el viento lo estuvo golpeando; ya lo dejaba caer sin tocar tierra; ya lo elevaba tan alto que la respiración se le suspendía, y el príncipe, juguete del dios del viento, acabó por desmayarse.
Cuando abrió los párpados, su espanto no tenía límites. Estaba parado en lo alto de las ramas de una hermosa ceiba y era un pájaro de plumaje oscuro, cuyas pupilas no podían ver el sol: ¡Tukuluchú, el príncipe, había sido convertido en una lechuza!.
Así fue como Kimich Ahuau, el dios Sol, castigara a quien había osado quitarle un pedazo de su áureo disco.

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